La decisión adoptada por los controladores de ponerse ‘malitos’ masivamente y abandonar sus puestos de trabajo, llevando al cierre del espacio aéreo español ha sido la gota que colma el vaso de los despropósitos.
Ha sido la última vuelta de tuerca de un colectivo privilegiado e insolidario, acostumbrado al chantaje y, como este fin de semana, el secuestro de la ciudadanía. Un colectivo que, no hay que olvidarlo, ha sido tolerado hasta ahora por todos los Gobiernos, fueran del PSOE o del PP; que han sido tremendamente débiles ante sus desmanes. Pero lo de este largo fin de semana supera todos los niveles de disparate.
El Gobierno decidió en febrero incrementar su número de horas anuales de trabajo de 1.200 a 1.670. Igualmente, en el decreto aprobado el viernes 3 por el Consejo de Ministros se señala que en ese cómputo horario no se incluyen "los permisos sindicales, las guardias localizadas y las licencias y ausencias por incapacidad laboral". La respuesta ante la modificación de sus privilegiadas condiciones laborales ha sido desmedida, realizando una huelga salvaje lo más parecida a un golpe de estado.
Los propios jefes de los controladores señalaban en un entrevista en el periódico El Mundo, hace más de un año, que eran de los pocos colectivos capaces de tumbar a un Gobierno. Estos señoritos han hecho un daño incalculable a la economía española y a su sector turístico. Este club de millonarios ha fastidiado al personal que aprovechaba estos días para realizar unas minivacaciones e imposibilitado asimismo moverse a quienes tenían que hacerlo por motivos laborales o de salud.
Decir, como decía una controladora, que trabajan en “condiciones de esclavitud” es patético. Y falso. Qué sabrán ellos de esclavitud y de trabajos penosos. ¿Saben cuánta gente tiene horarios y turnos mucho peores, así como similares o mayores responsabilidades y, además, sueldos muy inferiores a ellos?
La misma controladora añadió, en una muestra de la chulería que parece formar parte del ADN del colectivo, que "Somos capaces de volver a hacerlo y tenemos las Navidades a la vuelta de la esquina. No nos vamos a doblegar". Se queda corto el vicepresidente Rubalcaba cuando les califica de insensatos. A los ciudadanos se nos ocurren diez o doce calificativos más rotundos y precisos.
En el caso de Canarias el daño del levantamiento de los controladores se multiplica. Lo que puede justificar que el tema sea llevado a la Fiscalía por parte de su Ejecutivo, aunque no comparto que Rivero abandone el tono institucional que le corresponde por su cargo y haga declaraciones altisonantes, al exigir que el Gobierno español repita las decisiones tomadas por Reagan hace casi treinta años.
En primer lugar, porque pedir que los echen a todos es populista y demagógico, y supondría aplicar el mismo trato a los que simularon enfermedades que a los que estaban cumpliendo con su función. Además de que lo que corresponde es actuar conforme a derecho, abriendo expedientes, casi medio millar como anunció el domingo el ministro de Fomento, de los que 60 corresponden a controladores que ejercen en los aeropuertos de Canarias.
Como decía, el mal sufrido es más profundo en Canarias. En primer lugar, porque ha perjudicado la llegada de turistas –circunstancia que ciertamente compartimos con otras comunidades-, en unas fechas muy interesantes para el sector, que podían aliviar el mal momento económico que atravesamos. En segundo, y no es menos importante, porque nos han aislado varios días de España y del mundo, impidiendo asimismo las comunicaciones entre las Islas.
En mi opinión, se justifica la dureza de la intervención del Gobierno. Algún progre trasnochado, por lo que leí en algún artículo de opinión, igual pretendía solucionarlo a la portuguesa, es decir llevando claveles a las consolas de las boicoteadas torres de control. Y algunos sindicatos canarios quedan bonitos al denunciar “la criminalización a que están sometiendo a este colectivo laboral desde algunas instancias institucionales, políticas y empresariales por el mero hecho de atreverse a defender sus derechos”. A los ciudadanos, que les den.
Y tampoco vale la actitud de quienes ponen todo el acento en la crítica al Gobierno y en la inmerecida salvación de los insurgentes. El PP, una vez más, no ha estado a la altura de las circunstancias. Entre actuar con coherencia, rechazando la acción de los controladores, su huelga salvaje, y acortar su camino a La Moncloa, han escogido, una vez más, esto último, con escasez de miras y escaso patriotismo. Olvidando, además, sus responsabilidades en el poder otorgado a los controladores, por ejemplo por Álvarez Cascos, ministro de Aznar que puso en manos de los controladores la autogestión de la organización de su trabajo. De aquellos polvos, estos lodos.
Decir que el Gobierno de España tenía que retrasar la aprobación de su decreto sobre los horarios de trabajo de los controladores (y que ciertamente les elimina algunos de sus consolidados privilegios) equivale a plantear que se traslade el problema a las vacaciones de Navidad, con efectos aún mucho más graves. Y supone no centrarse en la verdadera naturaleza del problema, que llevamos arrastrando por el poder omnímodo de un grupo profesional que pretende ponernos de rodillas a todos.
José Blanco, con aciertos y errores en su gestión del conflicto, tiene el enorme mérito de haber sido el primero en atreverse a meter mano a este colectivo, cuando sus antecesores pasaron de puntillas ante sus privilegios y desmanes. O como el ‘pepero’ Álvarez Cascos, le incrementaron sus atribuciones y capacidad de maniobra, para su bien y en contra del interés general.
Los controladores han perdido con su actuación la batalla ante la opinión pública. Pero considero que su derrota no puede quedar limitada al desprestigio social y al profundo desprecio que hoy suscitan sus integrantes en la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas de Canarias y del conjunto de España.
Su disparate debe tener consecuencias. Y, asimismo, debe transparentarse que padecen el escarmiento suficiente para que no estén más nunca en condiciones de volver a escenificar un golpe contra los ciudadanos y el Estado como el iniciado el viernes 3 de diciembre.
Enrique Bethencourt
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