Pasar, de un bolichazo, de 7.447 a más de 50.000 kilómetros cuadrados no se digiere fácilmente. Por lo menos a mí me cuesta encajar cómo saltamos del puesto número decimotercero al cuarto en superficie entre las comunidades autónomas, sólo por detrás de Castilla y León, Andalucía y Castilla La Mancha; y de suponer apenas el 1,47% del total de superficie del Estado a más del diez por ciento.
Me siento, de repente, ciudadano de una comunidad enorme y, al mismo tiempo, me encuentro más holgado, menos apretujado, por su escasa densidad de población, apenas 38 habitantes por km2; integrante de una expansiva nacionalidad atlántica, una nación en ciernes formada esencialmente por agua, como el cuerpo humano, aunque más salada, eso sí.
Además, está el simbolismo mágico de que, justo, multiplicamos por siete, el número cabalístico y sagrado por excelencia, nuestra actual, limitada y terrícola superficie. Siete, como los días de la semana, los pecados capitales, las notas musicales, los colores del arco iris, las islas (con perdón de La Graciosa) y hasta las consejerías de Rivero (con perdón de la de Empleo, que para lo que sirve).
No importa que no figure en el Estatuto de Autonomía, que no lo reconozca el Instituto Nacional de Estadística (INE) ni las organizaciones internacionales. Que más da. Lo importante es la ilusión que genera ese poderío, esa elasticidad sobrevenida, ese aumento de superficie no vinculado a la erupción de volcán alguno, que entronca directamente a Rivero con Felipe II, el monarca de la imperial España en la que no se ponía el Sol.
Igual sucede con las aguas interiores. Ya sé que la ley de marras no está reconocida por la comunidad internacional; que hasta Rubalcaba afirma, y no precisamente en la intimidad, que es un entretenimiento para que CC esté tranquila y justifique sus prolongados arrumacos con el PSOE, iniciados cuando ZP pedía agua por señas.
Pero admitan que es emocionante imaginarse a una patrulla de la guanchancha abordando un petrolero o un carguero entre Tenerife y Gran Canaria, o entre Fuerteventura y la isla redonda, y amenazando a su capitán con las represalias del consejero Ruano; obligándole a dirigirse al puerto más cercano y confiscándole a las bravas la mercancía.
Una gesta como la lograda estos días merece trasladarse a todos los ámbitos de la vida cotidiana e institucional. El windsurfing sustituirá a la lucha canaria como deporte autóctono por excelencia; y los niños aprenderán a margullar al mismo tiempo que a caminar. Canarias es ya una, grande y húmeda.
Y, en consecuencia, su bandera y su himno nacional deben adaptarse a los nuevos y acuáticos tiempos. Desterrando la adaptación de Benito Cabrera de los ‘Cantos Canarios’ de Teobaldo Power y apostando por un más moderno, pegadizo, televisivo y actualizado “Soy tu aire, soy tu agua”.
Y colocando en la enseña las siete estrellas verdes, sí, pero utilizando para ello los asteroideos marinos, especialmente la ‘asterina gibbosa’, presente, de momento, sólo de momento, en nuestro mutante y decreciente catálogo de especies protegidas, pero menos, que en eso sí han conseguido que el PSOE estatal haga la vista gorda a su afeitado para que haya mar pero sin sebadales.
Agüita con ellos.
Enrique Bethencourt
Nos mudamos de sitio
Hace 10 años
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