Lamento profundamente la muerte de Orlando Zapata y no entro a valorar su calificación de disidente político o delincuente común, factor completamente secundario cuando se trata de una vida humana, que los estados están obligados a proteger, aunque algunos le den distinto valor al lamentable hecho según sus concretos intereses partidistas.
Willy Toledo erró gravemente en su comentario, pero no están en condiciones morales de acribillarlo los que claman contra esta muerte, por pura conveniencia política y no por razones humanitarias, mientras callan o suavizan sus críticas cuando se producen en otras naciones y circunstancias; por ejemplo, y sin ir más lejos, en la Guinea de Obiang, donde conviven la tortura, las detenciones arbitrarias y las muertes bajo custodia con una de las tasas de mortalidad infantil más altas del planeta, todo ello en un país con una producción de 200.000 barriles de petróleo al día.
Firme enamorado de la isla caribeña y de su gente, no puedo compartir las decisiones de un régimen político, sea del signo que sea, que impida el disenso e imposibilite la pluralidad política y la libertad de expresión de sus ciudadanos y ciudadanas, por mucho que Estados Unidos con su cerril posición, con su injusto bloqueo económico y su hostilidad permanente, haya contribuido mucho al enroque del Gobierno cubano estas cinco décadas de castrismo. Y al sufrimiento de su pueblo, por supuesto.
Me alegra sinceramente la reacción mundial ante el fatal desenlace de la huelga de hambre protagonizada por Orlando Zapata y la unánime defensa de los derechos humanos, tan pisoteados, ayer y hoy, en los más diversos lugares del planeta. Y me alegraría aún más si, a partir de ahora, se convirtiera en práctica generalizada, combatiendo activamente desde los estados y las organizaciones internacionales por la vida, la dignidad y la libertad de la gente al margen de intereses comerciales y políticos.
Lo digo porque los mismos que hoy se rasgan las vestiduras ante el gobierno de Raúl Castro, merecedor sin duda de numerosas críticas y rotundos reproches, miran para otro lado ante las iniquidades sufridas por zapatas de la más variada condición y lugar de nacimiento.
Porque, reconozcámoslo, en este mundo del siglo XXI hay zapatas y zapatas; zapatas de primera y de segunda división, zapatas más o menos reivindicables, merecedores de mayores o menores entusiastas apoyos, zapatas dignos o no de una movilización callejera, de un elaborado manifiesto o de una solemne resolución parlamentaria.
Hay, por ejemplo, zapatas en Colombia, campesinos pobres aniquilados por el demócrata ejército del muy demócrata Uribe, que cuenta con el apoyo de Estados Unidos. Más de mil hombres y mujeres, según organizaciones de derechos humanos, han sido literalmente cazados a tiros a consecuencia de las presiones a que son sometidos los militares colombianos para acabar con la guerrilla y, asimismo, porque se incentiva económicamente a los soldados por pieza humana eliminada, como bien denuncia el poco sospechoso The Washington Post. Todos esos zapatas colombianos juntos, al parecer escasamente mediáticos, no han merecido los titulares que el desafortunado Zapata cubano.
Pero también hay zapatas en Irak y en Afganistán, población civil, a veces zapatitos de pantalón corto y hasta de biberón y pañal, alcanzados por un ataque terrestre o volatilizados por un bombardeo aéreo de las fuerzas occidentales, considerados en cualquier caso efectos colaterales de la tarea pacificadora y redentora que, por cierto, está condenada al más absoluto de los fracasos.
Según datos oficiales de Naciones Unidas, 346 menores fallecieron en 2009 por la guerra que sufre Afganistán, de los que 131 fueron víctimas de los ataques aéreos y 22 por los asaltos nocturnos de las fuerzas extranjeras, mientras que otros 123 lo eran de otros elementos armados, incluidos los talibanes.
Y hasta en China hay zapatas que ya quisieran la mitad de dureza contra el partido y el gobierno que les somete que la que se muestra con Cuba. Olvidan estos zapatas recalcitrantes que con las cosas de comer no se juega y así, inocentes ellos, les cuesta comprender que otros se empeñen en poner sordina en las denuncias sobre violaciones de derechos humanos cuando de China se trata, que no hay que arriesgarse a perder un mercado con mil trescientos millones de posibles consumidores.
Sin olvidar los miles de zapatas que fallecen todos los días por hambre y sed sin que medie reivindicativa huelga alguna, o víctimas de enfermedades perfectamente curables, sin que las naciones ricas ni los organismos internacionales hagan nada por evitarlo. Unos 25.000 zapatas mueren silenciosamente cada día a consecuencia del hambre y la pobreza, vulnerados sus más elementales derechos. Seis millones de zapatitos y zapatitas menores de cinco años fallecen anualmente de hambre, según asegura la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO).
O, en fin, los millones de seres humanos que son víctimas del trabajo infantil, del maltrato o de la explotación sexual -en este último caso, fundamentalmente mujeres-, situados por completo al margen del disfrute de los humanos derechos.
Mientras no nos duelan todos y cada uno de los zapatas, al margen de su color de piel, su identificación política, su orientación sexual o su origen nacional o étnico, mucho me temo que no estaremos hablando de sinceras convicciones en favor de la libertad y los derechos humanos sino de otra cosa radicalmente distinta.
Mucho más cercana, mucho más parecida, a la hipocresía.
Enrique Bethencourt
Nos mudamos de sitio
Hace 10 años
Me descachorro ante tu artículo, sencillamente genial; aunque haya gente que seguirá diciendo que toda la perfidia del mundo se ceba no en el eje del mal, sino en el epicentro del mal. A seguir tan certero
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