martes, 16 de agosto de 2011

La juventud católica y el Papa

Estuve en Madrid pocos días antes de la llegada de Benedicto XVI y ya se notaba en el incremento de la seguridad, en la preparación de escenarios y confesionarios, así como en el inicio de la llegada de peregrinos.

Por cierto, aunque se empeñan en denominar al evento Jornada Mundial de la Juventud, debería llamarse Jornada Mundial de la Juventud Católica, que no están ni se le esperan la enorme variedad de ideas, religiosas o laicas, que, afortunadamente, circulan entre los jóvenes de todo el mundo.

Pasa igual que cuando la Iglesia española o sus cercanías organizan alguna manifestación por la familia, sin matices, como si el resto de los mortales que no seguimos su doctrina viviéramos en hordas o tribus.

Por supuesto que el Papa y los jóvenes católicos tiene derecho a reunirse, rezar, cantar, realizar misas y hasta manifestarse, como suelen, contra el Gobierno socialista. Más dudoso es que lo hagan con dinero público (se calcula que más de 30 millones de euros) y disponiendo de institutos como albergues, con la paradoja de que muchos no están habitualmente abiertos a sus barrios y, también, que se perjudica al sector hostelero.

Pero no quería hablarles de asuntos económicos, sino de pensamientos. Inicialmente parece interesante que la gente, en este caso los jóvenes, se movilicen por sus ideas, por transformar el mundo que les ha tocado en suerte.

Pero analizando lo que el Papa y la cúpula eclesial defienden, en la teoría y en la práctica, no parece que la cosa sea para tirar voladores. Y que quede claro que diferencio esa poderosa directiva, anacrónica y ultraconservadora, de la actitud y el compromiso de cristianos en todas partes del mundo con la pobreza, con los perseguidos, con los más débiles.

Pero hay muchas cosas que me chocan. La verdad es que me resulta difícil de entender que gente joven aplauda de forma entusiasta a una organización jerarquizada y profundamente antidemocrática, donde el gran jefe es elegido por una minoría de miembros previamente cooptados. Vamos, que esto no sucede ni en los comités centrales de los partidos comunistas más cerrados y dogmáticos.

Me resulta igualmente incomprensible que se acepte la profunda misoginia de la Iglesia Católica en una sociedad del siglo XXI. ¿Se imaginan un club deportivo, cultural o gastronómico, que no permitiera a sus socias ser directivas ni presidentas?

Pues la Iglesia lo hace con total impunidad...y, encima, trata de justificarlo. Las mujeres no pueden llegar a ser, no ya a obispas o papisas, sino ni siquiera curas de base, lo que no sólo es reprochable sino con toda seguridad completamente ilegítimo e ilegal. Como bien señalaba el obispo Casaldáliga, la mujer sigue siendo fuertemente marginada en la Iglesia: en la liturgia, en los ministerios, en la estructura eclesiástica.

Al tiempo que no concibo que jóvenes o menos jóvenes comulguen con un señor que sigue prohibiendo el preservativo, marginando a homosexuales y lesbianas, planteando la sexualidad como mera actividad reproductiva o rechazando un derecho democrático tan elemental como el divorcio. Lo de la indisolubilidad del matrimonio suena, a estas alturas, a coña marinera.

Sólo me consuela pensar que muchos de esos entusiastas jóvenes pro Papa, como sucede con buena parte de los bautizados, harán poco o ningún caso en el transcurso de sus vidas a preceptos tan disparatados y a pensamientos tan discriminadores, medievales y deshumanizados; y buscarán el placer en sus relaciones, homosexuales o heterosexuales, usarán condón u otros anticonceptivos y no admitirán en modo alguno la secular marginación de las mujeres.

Dentro o fuera de la Iglesia, of course.

Enrique Bethencourt

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