miércoles, 16 de diciembre de 2009

Sida, veintidós años después

A finales de 1987, pocas semanas después de incorporarme como redactor al periódico Canarias7, escribí mi primer artículo de opinión: ¡Ánimo profe!

En él trataba de apoyar a un docente que, tras filtrarse que padecía sida, fue forzado a abandonar su actividad por la presión que ejercieron las familias de sus alumnos y alumnas en un colegio de Las Palmas de Gran Canaria. Pocos años después reiteré mi posicionamiento cuando le sucedió una historia similar a una pibita de apenas cinco años, Monserrat Sierra, obligada también a dejar su centro educativo de Málaga.

Eran los tiempos de la enfermedad considerada como plaga bíblica o como la peste del siglo XX, la etapa de los disparates y la estigmatización de los denominados grupos de riesgo, como si el virus tuviera ideología y fuera fulminando vengativamente a los que no se comportaban conforme a la moral católica, apostólica y romana.

Las cosas comenzaron a cambiar cuando se impuso la ciencia y la información rigurosa frente al imperio del oscurantismo y de los prejuicios. No había grupos de riesgo, muy útiles para demonizar a los homosexuales, sino prácticas de riesgo, en las que nos las jugábamos hetero y homo por igual. Y era posible prevenir el avance de la enfermedad no compartiendo jeringuillas y utilizando preservativos.

Cambiaron, pero no tanto. Un reciente informe señala que un tercio de los infectados pierde a sus amigos y que el 70% opina que arriesgarían su puesto de trabajo si su jefe se enterara. Otra investigación señala que el 60% de los españoles se sentiría incómodo si en el centro educativo de sus hijos se escolariza a un menor con VIH.

En este asunto la cúpula de la Iglesia Católica ha jugado un papel enormemente negativo, absolutamente irresponsable, al rechazar el uso del condón por razones presuntamente morales; una barbaridad semejante a si se les ocurriera prohibir los antibióticos o las vacunas.

Es difícil evaluar el daño que ese mensaje ha supuesto, aunque uno prefiere pensar que la mayoría de los seres humanos hace oídos sordos a tales disparates. Escuchar estos días a al Papa Benedicto diciendo que la Iglesia hace mucho por los enfermos de sida pone los pelos de punta.

Junto a la Iglesia, el machismo ha sido otro aliado del VIH. Ocurre en varios países africanos, donde los varones se niegan al uso del preservativo, “carne con carne”, dicen para expresar su frontal negativa. Al tiempo que mantienen relaciones con prostitutas, se contagian y contagian posteriormente a sus mujeres; con el remate de que luego, para cerrar el círculo, terminan repudiándolas.

Y en África la enfermedad ha arrasado por la combinación de los anteriores factores con la ausencia de tratamientos. Los mismos que en el mundo occidental han permitido una vida prolongada y con parámetros de calidad a millones de personas infectadas por el VIH. Pero en el continente negro muy pocos pueden acceder a los retrovirales y sólo les queda esperar la llegada de la muerte.

Veintidós años después de aquél artículo hay que seguir reivindicando desde todos los ámbitos el derecho a la vida y a la salud de los infectados por el VIH, así como a ser aceptados socialmente.

Y defendiendo, asimismo, el acceso de todos los seres humanos, independientemente de su lugar de nacimiento o residencia, a la prevención, tratamiento, atención y apoyo. Algo que nos puede parecer tan elemental, pero que está muy lejos de ser realidad en la mayoría del Planeta.

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