lunes, 20 de diciembre de 2010

Alarmado por la alarma

La actitud adoptada por los controladores aéreos el pasado 3 de diciembre mereció mi rotundo rechazo (reflejado en el artículo de opinión ‘¿Huelga o golpe?’, publicado en este mismo espacio) por entender que se había ocasionado un enorme daño a la economía española y canaria, así como a los derechos de más de medio millón de pasajeros, botados en los aeropuertos y a los que se frustró su pequeño paréntesis vacacional o su traslado por motivos familiares, de estudio e, incluso, de salud.

"Tras la inquietud social por la desmesurada acción de los controladores aéreos le sucede otra situación de largo alcance y de profundas y preocupantes raíces"

Consideré entonces que ante el ‘golpe’ de estos privilegiados profesionales se correspondía la dura respuesta del Gobierno central. Y mostré, asimismo, mi asombro y rechazo ante la tibieza irresponsable del PP o los apoyos de determinadas fuerzas sindicales, estatales y de ámbito canario, a las que parece importarles una higa los ciudadanos y sus problemas.

Aunque la declaración del estado de alarma suscitaba y suscita algunas dudas jurídicas, manifestadas por muchos expertos que consideran que había que hacer una lectura muy forzada para aplicarla como respuesta a los hechos sucedidos en el puente de la Constitución, la gravedad de lo ocurrido, el cierre del espacio aéreo, podía justificarla.

Se trataba, en todo caso, de una medida excepcional y planteada como respuesta ante hechos consumados de una enorme gravedad y llevados a cabo sin previo aviso. Por eso, cuando el Gobierno del PSOE decide prorrogar esa figura constitucional hasta el próximo 15 de enero saltan las democráticas alarmas.

Las condiciones no son las mismas que las que ‘obligaron’ a la drástica decisión del 4 de diciembre. Ahora no se interviene ante la espantada de los controladores, gamberrada o huelga salvaje de enormes proporciones, sino ante la sospecha, fundamentada o no, de que pudiera volverse a repetir un episodio como aquel.

Y se abre, además, una peligrosa puerta a prevenir de semejante manera cualquier atisbo de conflicto laboral que se plantee en un futuro, para delicia de autoritarias almas políticas que, en este país, haberlas haylas.

Hay que recordar que el artículo 116.2 de la Constitución, posibilita al Gobierno declarar el estado de alarma en muy determinadas circunstancias, entre ellas cuando se produzca “paralización de servicios públicos esenciales para la comunidad, cuando no se garantice lo dispuesto en los artículos 28.2 y 37.2 de la Constitución y concurra alguna de las demás circunstancias o situaciones contenidas en este artículo”.

Coincido plenamente con Josep Ramoneda, cuando señala que “normalizar la excepción es incompatible con la idea de democracia, que es precisamente un régimen en que la excepción solo cabe en circunstancias muy extraordinarias. Convertirla en arma preventiva es directamente una violación de la propia idea constitucional de excepción, que se legitima en lo que ha ocurrido, no en lo que hipotéticamente pudiera ocurrir”.

Probablemente, el debilitado Gobierno de Rodríguez Zapatero ha querido aprovechar los posibles réditos de la imagen de firmeza, que tantos aplausos suscitó en el reciente conflicto del constitucional y ,sin embargo, excepcional puente.

Pero su vuelta de tuerca es muy discutible hoy y constituye un peligroso precedente para mañana. Tras la inquietud social por la desmesurada acción de los controladores aéreos le sucede otra situación de largo alcance y de profundas y preocupantes raíces. Una decisión, apoyada de forma mayoritaria en el Congreso, que, paradójicamente, me deja alarmado por la alarma.

Enrique Bethencourt

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miércoles, 15 de diciembre de 2010

Canarias: una, grande y húmeda

Pasar, de un bolichazo, de 7.447 a más de 50.000 kilómetros cuadrados no se digiere fácilmente. Por lo menos a mí me cuesta encajar cómo saltamos del puesto número decimotercero al cuarto en superficie entre las comunidades autónomas, sólo por detrás de Castilla y León, Andalucía y Castilla La Mancha; y de suponer apenas el 1,47% del total de superficie del Estado a más del diez por ciento.

Me siento, de repente, ciudadano de una comunidad enorme y, al mismo tiempo, me encuentro más holgado, menos apretujado, por su escasa densidad de población, apenas 38 habitantes por km2; integrante de una expansiva nacionalidad atlántica, una nación en ciernes formada esencialmente por agua, como el cuerpo humano, aunque más salada, eso sí.

Además, está el simbolismo mágico de que, justo, multiplicamos por siete, el número cabalístico y sagrado por excelencia, nuestra actual, limitada y terrícola superficie. Siete, como los días de la semana, los pecados capitales, las notas musicales, los colores del arco iris, las islas (con perdón de La Graciosa) y hasta las consejerías de Rivero (con perdón de la de Empleo, que para lo que sirve).

No importa que no figure en el Estatuto de Autonomía, que no lo reconozca el Instituto Nacional de Estadística (INE) ni las organizaciones internacionales. Que más da. Lo importante es la ilusión que genera ese poderío, esa elasticidad sobrevenida, ese aumento de superficie no vinculado a la erupción de volcán alguno, que entronca directamente a Rivero con Felipe II, el monarca de la imperial España en la que no se ponía el Sol.

Igual sucede con las aguas interiores. Ya sé que la ley de marras no está reconocida por la comunidad internacional; que hasta Rubalcaba afirma, y no precisamente en la intimidad, que es un entretenimiento para que CC esté tranquila y justifique sus prolongados arrumacos con el PSOE, iniciados cuando ZP pedía agua por señas.

Pero admitan que es emocionante imaginarse a una patrulla de la guanchancha abordando un petrolero o un carguero entre Tenerife y Gran Canaria, o entre Fuerteventura y la isla redonda, y amenazando a su capitán con las represalias del consejero Ruano; obligándole a dirigirse al puerto más cercano y confiscándole a las bravas la mercancía.

Una gesta como la lograda estos días merece trasladarse a todos los ámbitos de la vida cotidiana e institucional. El windsurfing sustituirá a la lucha canaria como deporte autóctono por excelencia; y los niños aprenderán a margullar al mismo tiempo que a caminar. Canarias es ya una, grande y húmeda.

Y, en consecuencia, su bandera y su himno nacional deben adaptarse a los nuevos y acuáticos tiempos. Desterrando la adaptación de Benito Cabrera de los ‘Cantos Canarios’ de Teobaldo Power y apostando por un más moderno, pegadizo, televisivo y actualizado “Soy tu aire, soy tu agua”.

Y colocando en la enseña las siete estrellas verdes, sí, pero utilizando para ello los asteroideos marinos, especialmente la ‘asterina gibbosa’, presente, de momento, sólo de momento, en nuestro mutante y decreciente catálogo de especies protegidas, pero menos, que en eso sí han conseguido que el PSOE estatal haga la vista gorda a su afeitado para que haya mar pero sin sebadales.

Agüita con ellos.

Enrique Bethencourt

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viernes, 10 de diciembre de 2010

¿Huelga o golpe?

La decisión adoptada por los controladores de ponerse ‘malitos’ masivamente y abandonar sus puestos de trabajo, llevando al cierre del espacio aéreo español ha sido la gota que colma el vaso de los despropósitos.

Ha sido la última vuelta de tuerca de un colectivo privilegiado e insolidario, acostumbrado al chantaje y, como este fin de semana, el secuestro de la ciudadanía. Un colectivo que, no hay que olvidarlo, ha sido tolerado hasta ahora por todos los Gobiernos, fueran del PSOE o del PP; que han sido tremendamente débiles ante sus desmanes. Pero lo de este largo fin de semana supera todos los niveles de disparate.

El Gobierno decidió en febrero incrementar su número de horas anuales de trabajo de 1.200 a 1.670. Igualmente, en el decreto aprobado el viernes 3 por el Consejo de Ministros se señala que en ese cómputo horario no se incluyen "los permisos sindicales, las guardias localizadas y las licencias y ausencias por incapacidad laboral". La respuesta ante la modificación de sus privilegiadas condiciones laborales ha sido desmedida, realizando una huelga salvaje lo más parecida a un golpe de estado.

Los propios jefes de los controladores señalaban en un entrevista en el periódico El Mundo, hace más de un año, que eran de los pocos colectivos capaces de tumbar a un Gobierno. Estos señoritos han hecho un daño incalculable a la economía española y a su sector turístico. Este club de millonarios ha fastidiado al personal que aprovechaba estos días para realizar unas minivacaciones e imposibilitado asimismo moverse a quienes tenían que hacerlo por motivos laborales o de salud.

Decir, como decía una controladora, que trabajan en “condiciones de esclavitud” es patético. Y falso. Qué sabrán ellos de esclavitud y de trabajos penosos. ¿Saben cuánta gente tiene horarios y turnos mucho peores, así como similares o mayores responsabilidades y, además, sueldos muy inferiores a ellos?

La misma controladora añadió, en una muestra de la chulería que parece formar parte del ADN del colectivo, que "Somos capaces de volver a hacerlo y tenemos las Navidades a la vuelta de la esquina. No nos vamos a doblegar". Se queda corto el vicepresidente Rubalcaba cuando les califica de insensatos. A los ciudadanos se nos ocurren diez o doce calificativos más rotundos y precisos.

En el caso de Canarias el daño del levantamiento de los controladores se multiplica. Lo que puede justificar que el tema sea llevado a la Fiscalía por parte de su Ejecutivo, aunque no comparto que Rivero abandone el tono institucional que le corresponde por su cargo y haga declaraciones altisonantes, al exigir que el Gobierno español repita las decisiones tomadas por Reagan hace casi treinta años.

En primer lugar, porque pedir que los echen a todos es populista y demagógico, y supondría aplicar el mismo trato a los que simularon enfermedades que a los que estaban cumpliendo con su función. Además de que lo que corresponde es actuar conforme a derecho, abriendo expedientes, casi medio millar como anunció el domingo el ministro de Fomento, de los que 60 corresponden a controladores que ejercen en los aeropuertos de Canarias.

Como decía, el mal sufrido es más profundo en Canarias. En primer lugar, porque ha perjudicado la llegada de turistas –circunstancia que ciertamente compartimos con otras comunidades-, en unas fechas muy interesantes para el sector, que podían aliviar el mal momento económico que atravesamos. En segundo, y no es menos importante, porque nos han aislado varios días de España y del mundo, impidiendo asimismo las comunicaciones entre las Islas.

En mi opinión, se justifica la dureza de la intervención del Gobierno. Algún progre trasnochado, por lo que leí en algún artículo de opinión, igual pretendía solucionarlo a la portuguesa, es decir llevando claveles a las consolas de las boicoteadas torres de control. Y algunos sindicatos canarios quedan bonitos al denunciar “la criminalización a que están sometiendo a este colectivo laboral desde algunas instancias institucionales, políticas y empresariales por el mero hecho de atreverse a defender sus derechos”. A los ciudadanos, que les den.

Y tampoco vale la actitud de quienes ponen todo el acento en la crítica al Gobierno y en la inmerecida salvación de los insurgentes. El PP, una vez más, no ha estado a la altura de las circunstancias. Entre actuar con coherencia, rechazando la acción de los controladores, su huelga salvaje, y acortar su camino a La Moncloa, han escogido, una vez más, esto último, con escasez de miras y escaso patriotismo. Olvidando, además, sus responsabilidades en el poder otorgado a los controladores, por ejemplo por Álvarez Cascos, ministro de Aznar que puso en manos de los controladores la autogestión de la organización de su trabajo. De aquellos polvos, estos lodos.

Decir que el Gobierno de España tenía que retrasar la aprobación de su decreto sobre los horarios de trabajo de los controladores (y que ciertamente les elimina algunos de sus consolidados privilegios) equivale a plantear que se traslade el problema a las vacaciones de Navidad, con efectos aún mucho más graves. Y supone no centrarse en la verdadera naturaleza del problema, que llevamos arrastrando por el poder omnímodo de un grupo profesional que pretende ponernos de rodillas a todos.

José Blanco, con aciertos y errores en su gestión del conflicto, tiene el enorme mérito de haber sido el primero en atreverse a meter mano a este colectivo, cuando sus antecesores pasaron de puntillas ante sus privilegios y desmanes. O como el ‘pepero’ Álvarez Cascos, le incrementaron sus atribuciones y capacidad de maniobra, para su bien y en contra del interés general.

Los controladores han perdido con su actuación la batalla ante la opinión pública. Pero considero que su derrota no puede quedar limitada al desprestigio social y al profundo desprecio que hoy suscitan sus integrantes en la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas de Canarias y del conjunto de España.

Su disparate debe tener consecuencias. Y, asimismo, debe transparentarse que padecen el escarmiento suficiente para que no estén más nunca en condiciones de volver a escenificar un golpe contra los ciudadanos y el Estado como el iniciado el viernes 3 de diciembre.

Enrique Bethencourt

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miércoles, 1 de diciembre de 2010

El PP ‘soriano’ y las dictaduras

Polemicé en una reciente edición de ‘El Envite’, en la Televisión Canaria, con el diputado y ex portavoz del PP en el Parlamento canario, Miguel Cabrera Pérez Camacho, acerca de las dictaduras buenas, malas, regulares y medio pensionistas. El asunto entró en el debate al reiterar Pérez Camacho su absoluto rechazo a que los presidentes del Gobierno de Canarias visiten la isla caribeña.

Le recordé entonces que el máximo dirigente de su partido, José Manuel Soria, siendo consejero de Economía y Hacienda y vicepresidente del Gobierno de Canarias, realizó una visita oficial a Guinea, que no posee un régimen muy democrático que digamos.

La respuesta/argumentación del diputado y posible candidato a la alcaldía de Santa Cruz de Tenerife no tuvo desperdicio: Cuba lleva más de cincuenta años con un régimen dictatorial (Teodoro Obiang Nguema lleva treinta mandando en Malabo, siguiendo la estela de Macías), dijo, añadiendo que la problemática cubana afecta a muchos canarios y, además, en Cuba no hay elecciones y en Guinea sí; verdad esta última solo a medias porque el régimen de La Habana también tiene elecciones y las de Guinea, casualmente, suele ganarlas el partido oficial con el 95% de los sufragios. En ese instante le recordé que la España de Franco no dejaba de ser una dictadura por mucho que se eligieran, por ejemplo, procuradores por el tercio familiar.

Pero, sobre todo, le planteé que puestos a calibrar las maldades de ambas dictaduras comparara sus datos de mortalidad infantil, considerado por muchos expertos como un indicador fino del estado de salud de una nación.

Las cifras son elocuentes, con datos oficiales del 2009 Cuba tiene un 5,82% de mortalidad infantil, por encima de España (4,21%), Alemania (3,99%) o Francia (3,33%), pero con mejores registros que Estados Unidos (6,26), Colombia (18,9), Marruecos (36,88) y, por supuesto, Guinea Ecuatorial (65,22), que multiplica por once los de la ‘terrible’ Cuba. Eso sí el país africano que suscita mayores simpatías de Pérez Camacho tiene una tasa inferior a Guinea Bissau, Ruanda, Sudán o Burkina Faso. Algo es algo.

El diputado del PP hubiera quedado perfecto y su argumentación alcanzado plena credibilidad si hubiera denostado todo tipo de dictaduras, si hubiese rechazado la colaboración de Canarias con cualquier régimen donde no se respeten las libertades, donde sea imposible ejercer la libertad de prensa o donde el pluralismo político se encuentre en el horizonte, es decir bien lejano y difícilmente alcanzable. Aspectos estos últimos, los de las diversas libertades, en que naufragan las dos naciones en cuestión.

Pero tratar de embellecer a un régimen tiránico, como el de Obiang, considerado como uno de los más represores del mundo, experto en torturas y desapariciones, pero además caracterizado por sus abismales desigualdades sociales y su escaso respeto a las condiciones de vida de su gente, y de manera especial de su infancia, confirma que no se trata de un alegato democrático, ni de un rechazo a las dictaduras, sino de política sesgada, sectaria y partidista con minúsculas, con casi ilegibles minúsculas.


Enrique Bethencourt

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