miércoles, 18 de agosto de 2010

Defraudando, que es gerundio

Incluso en este tórrido verano hay informaciones que no pueden pasar, en absoluto, desapercibidas. Entre ellas quiero destacar una referida a cómo perciben las ciudadanas y ciudadanos españoles los engaños a la Hacienda pública.

Me hubiese gustado ver los datos segregados por comunidades autónomas, para ver si se produce algún tipo de especificidad territorial sobre el asunto, pero tras margullar en el extenso informe, este no se mete en semejantes vericuetos identitarios. O por posicionamientos ideológico-políticos de los entrevistados, que también ofrece miga.

Los datos, aportados por el estudio Opiniones y actitudes fiscales de los españoles en 2009 del Instituto de Estudios Fiscales, son preocupantes: aunque la mayoría, un 57%, considera que el fraude fiscal no se puede justificar en ningún caso, existe un nada desdeñable 43% que justifica las trampas para tratar de no pagar los impuestos.

Las justificaciones de los anónimos simpatizantes del fraude son de los más variadas. Un tercio de ellos lo harían (o hacen, vaya usted a saber) obligados por las circunstancias económicas, para poder salir adelante; pero un 9%, sin el menor de los disimulos, considera que la evasión de impuestos es el comportamiento “normal”.

En la otra orilla, la de los ciudadanos y ciudadanas que defienden (defendemos) el rigor en temas fiscales, se rechaza cualquier justificación a los chanchullos en tan sensible materia y se argumentan razones de solidaridad y principios éticos.

Con relación a la actividad de los entrevistados, son los empresarios y los profesionales quienes se muestran más proclives a justificar el fraude (el 50% y el 48%, respectivamente), frente a los asalariados y los agricultores que lo justifican en proporción mucho menor.

Y en cuanto a la edad, el estudio señala que “la tolerancia hacia la conducta defraudadora aumenta conforme aumenta la edad productiva de los ciudadanos, para empezar a descender conforme éstos se acercan a la edad legal de jubilación, donde se observa la proporción mayor de intolerancia hacia el fraude fiscal”. Lo que parece mostrar un posicionamiento en función de personales intereses.

Siempre se suele apuntar en medio de este debate a la mayor o menor satisfacción ciudadana con lo que percibe del Estado, es decir, con el uso que se le da a sus impuestos a través de los distintos servicios públicos. En este sentido, sorprende el alto grado de satisfacción ciudadana que muestra el estudio.

En efecto, se observan índices de satisfacción alto tanto respecto a los servicios educativos como a los sanitarios, las infraestructuras y el transporte; mientras que se produce un más elevado nivel de quejas entre los perceptores de pensiones de jubilación, así como de enfermedad e invalidez.

Sería deseable que estudios posteriores del Instituto de Estudios Fiscales mostraran un mayor compromiso de los ciudadanos y ciudadanas con sus responsabilidades con Hacienda, que es una buena manera de apreciar el auténtico patriotismo, el de verdad no el de boquilla.

Aunque creo que es una ardua tarea mientras una gran parte de la ciudadanía siga aplaudiendo, como he podido comprobar en la calle y en numerosos foros, el comportamiento de deportistas y artistas (desde Moyá a Fernando Alonso, pasando por Pedrosa, Carlos Sainz o Alejandro Sanz) que con una mano agitan al aire de manera entusiasta la bandera española y con la otra ponen sus perras a buen recaudo en otros países.


Enrique Bethencourt

Sigue leyendo |>>

martes, 3 de agosto de 2010

Tauromaquia, ¿tradición o barbarie?

A propósito de la reciente aprobación por el Parlamento de Cataluña de la prohibición de las corridas de toros, decisión que aplaudo fervientemente como millones de personas de distintos credos de este país, quisiera hacer algunas puntualizaciones al debate que se ha originado y que el PP y su infantería mediática, como viene siendo habitual, ha tratado de politizar al máximo.

La primera, que la decisión catalana nace de una iniciativa legislativa popular (ILP), de ciudadanos y ciudadanas contrarios al maltrato a los animales, que los hay, por cierto, de derechas e izquierda, nacionalistas y estatalistas, monárquicos y republicanos, religiosos y ateos, delgados y llenitos, altos y bajos; la segunda es que ha sido ratificada democráticamente por el voto mayoritario de los legítimos representantes de la soberanía popular en esa comunidad.

Y la tercera, que no vale agarrarse a la pervivencia de arraigadas tradiciones para justificar la continuidad de este obsceno espectáculo, asimismo lo son, en otras culturas, la ablación del clítoris, el matrimonio con adultos de niñas a partir de 9 años o la lapidación de adulteras. Y también en ellas sus defensores aluden a las tradiciones para defender situaciones aberrantes contra los seres humanos y, especialmente, contra las mujeres.

En muchos casos, detrás de esas tradiciones ancestrales se encuentran profundas esencias religiosas que en el que nos ocupa, la tauromaquia, parecen haberse transformado en no menos peligrosas esencias patriotas o, simplemente, patrioteras. Las mismas que los conservadores españoles tratan de utilizar como rédito electoral, como si los que rechazamos esta mal denominada fiesta nacional mereciéramos ser expulsados y considerados peligrosos apátridas.

Causar daño por divertimento a un animal, someterlo al mayor estrés, destrozarlo internamente con los puyazos y clavarle banderillas, torturarle, en fin, hasta la muerte, puede resultarle a algunos un enorme referente cultural; a otros, simplemente nos parece una muestra de una descomunal barbarie y falta de la más mínima sensibilidad hacia el dolor ajeno, en este caso animal. Y las denunciamos, al igual que hacemos con las matanzas de focas, las peleas de perros o las riñas de gallos, que también cuentan con muchos seguidores.

Argumentar, desde un presunto liberalismo, que por principio no se debe prohibir, nos podría llevar consecuentemente, a tolerar la posesión de armas, el cultivo y distribución de ‘coca’, la esclavitud, la práctica de la poligamia o, por qué no, circular en dirección contraria; o a que los niños se vayan de casa a la edad que les plazca o opten por ir o no al colegio. Y, por supuesto, permitir que, en función de los gustos y de la supuesta libertad de cada cual, torturemos a perros, gatos, ovejas o cabras, tirándolas de un campanario como en algunas fiestas también pretendidamente muy hispanas.

Como bien señala el filósofo Jesús Mosterín, “ningún liberal ha defendido un presunto derecho a maltratar y torturar a criaturas indefensas… Los padres del liberalismo tomaron partido inequívoco contra la crueldad. Ya entonces, frente al burdo sofisma de que, puesto que los caballos o los toros no hablan ni piensan en términos abstractos se los puede torturar impunemente, el gran jurista y filósofo liberal Jeremy Bentham señalaba que la pregunta éticamente relevante no es si pueden hablar o pensar, sino si pueden sufrir”.

Por cierto, se ha polemizado sobre el alcance de la Ley canaria de protección de los animales, aprobada por nuestro Parlamento en 1991, asegurando que sólo afecta a los animales domésticos. Considero que el texto de la ley canaria elimina de esta tierra a la tauromaquia. En primer lugar, porque aclara que “se entiende por animales domésticos, a los efectos de esta Ley, aquellos que dependen de la mano del hombre para su subsistencia”.

En segundo lugar, porque una atenta lectura de la misma deja claro que las corridas de toros se encuentran proscritas en nuestra comunidad, casi veinte años antes que en Cataluña. En efecto, en el artículo 5.1 de dicha ley se dice que “se prohíbe la utilización de animales en peleas, fiestas, espectáculos y otras actividades que conlleven maltrato, crueldad o sufrimiento”, lo que, sin nombrarlas específicamente, deja a las corridas fuera de la legalidad en las Islas, aunque algún jeta pro taurino dirá que el bicho no sufre e, incluso, que se divierte mientras lo vejan y martirizan.

Sin embargo, esa prohibición de actividades con maltrato hacia los animales, no afecta, en la legislación isleña, a las riñas de gallos. En un posterior artículo (5.2) se salva a éstas, señalando que “podrán realizarse las peleas de gallos en aquellas localidades en que tradicionalmente se hayan venido celebrando, siempre que cumplan con los requisitos que reglamentariamente se establezcan”, entre ellos que no pueden ser espectadores los menores de 16 años; e impidiéndose el apoyo público a las mismas (las corridas de toros reciben casi 600 millones de euros anuales en subvenciones en España). Se las salva de la prohibición pese a que en el preámbulo se las considera “tradiciones cruentas e impropias de una sociedad moderna y evolucionada”.

En definitiva, no puedo compartir que el maltrato animal pueda justificarse en tradiciones ni reminiscencias culturales. Puestos a reivindicar la cultura, prefiero a Mozart, Beethoven, Brueghel el Viejo, Leonardo Da Vinci, Mercedes Sosa, José Antonio Ramos, Los Beatles, Alfredo Kraus, Cervantes, Frida Kahlo, Cortázar o Gabo, antes que la desigual batalla de un desorientado animal que no tiene la menor intención de enfrentarse contra unos seres humanos armados y dispuestos a hacerle el mayor daño posible con el menor riesgo.

Por último, si, como hacen algo más que insinuar los protaurinos, el listón para ser ciudadano español se encuentra en el mayor o menor apego a esta bárbara fiesta, a esta ritual salvajada sangrienta impropia del siglo XXI, mucho me temo que la población de este Estado se va a ver considerablemente diezmada.



Enrique Bethencourt

Sigue leyendo |>>
© Canarias al Día, 2009 | ¿Quienes Somos? | Contáctenos