lunes, 18 de enero de 2010

¿Sobran o faltan funcionarios?

Un reciente informe de Funcas, la Fundación de las Cajas de Ahorros, elaborado sobre la base de datos recogidos del Instituto Nacional de Estadística (INE), asegura que Canarias tiene 170,36 empleados públicos por cada mil ocupados, 140,77 por cada mil activos y 70,71 por cada mil habitantes, seis puntos por encima de la media estatal (64).

Nos encontramos muy lejos de las comunidades con más personal público, Extremadura (90 por cada mil personas), Aragón (77) y Madrid (74). O de Melilla, que alcanza los 105. Por el contrario, el menor número lo tienen Comunidad Valenciana y Cataluña, con 50.

Cuando se habla de funcionarios, y más en tiempos de estrecheces económicas como los que vivimos, siempre se plantea si no hay demasiados, si no se produce una sobredimensión de la función pública, fruto de la mala planificación, de las innecesarias duplicidades administrativas o, incluso, del puro clientelismo político.

Y, además, se suele introducir en el debate las reconocidas ventajas de la situación funcionarial: estabilidad, jornada continua (aunque de ello no participan buena parte de los médicos y enfermeras que realizan guardias y a otros colectivos con funciones diversas, que no todo el personal público trabaja hasta las 3), posibilitando una mejor conciliación de la vida laboral con la familiar; con el plus añadido de los días de asuntos propios que se suman a las normales vacaciones, como hemos podido comprobar en las recientes fechas navideñas en las distintas administraciones públicas; e, incluso, de las mayores facilidades en el acceso a créditos, por la seguridad que da a los bancos el status funcionarial.

Generalmente, cuando se piensa en el funcionariado se piensa en las personas que están en una oficina o detrás de una ventanilla en una administración, pero no hay que olvidar que en el mismo se incluye al personal sanitario y a los enseñantes, así como el de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, administración de Justicia, correos, servicios medioambientales o transporte público, aunque una buena parte de ellos sea personal laboral.

¿Habría que reducir el número de docentes, enfermeras o médicos? ¿Viviríamos mejor con menos policías y bomberos? Siempre cabe preguntarse si son muchos o pocos los funcionarios en las Islas. Comparando los datos, esos 17 funcionarios por cada cien personas con empleo, con los de otros estados europeos resultan perfectamente homologables.

El profesor Vicenç Navarro, catedrático de Políticas Públicas de la Universidad Pompeu Fabra y profesor de Public Policy de la Johns Hopkins University, señala que el número de empleados públicos por cien habitantes, seis en el caso de España, siete en el de nuestro Archipiélago, “es uno de los más bajos de la UE-15, sólo superior a Portugal e Italia. Este número es 17 en Dinamarca, 13 en Finlandia y 14 en Suecia (países donde los servicios públicos y el estado del bienestar son más extensos y más desarrollados, siendo a la vez –como reconoce incluso Davos, el Vaticano del pensamiento liberal- los países con mayor competitividad y eficiencia económica. En Holanda es del 16%, al igual que en Bélgica, mientras que en Francia asciende al 17%, en Finlandia al 19 en Suecia al 21 y en Dinamarca al 26%”.

En la línea opuesta, hace unos meses el todavía paradójicamente presidente de la CEOE, Gerardo Díaz Ferrán, criticaba el excesivo gasto de las administraciones, asegurando que “sobran funcionarios en España”. Aunque viendo su impecable gestión al frente de Air Comet, lo que parecen sobrar son pésimos empresarios.

En definitiva, considero que es impensable una sociedad moderna, un estado del bienestar que responda a las exigencias ciudadanas, sin un fuerte y dinámico sector público, desburocratizado, informatizado y que evite duplicidades innecesarias.

Lo que nos lleva, también, a ser exigentes y defender la mejora de la administración pública, que pagamos con nuestros impuestos y nos presta servicios fundamentales; así como a la evaluación permanente de ésta, desde criterios de eficiencia y evitando privilegios que nos conduzcan a una sociedad dual entre trabajadores públicos y privados.


Enrique Bethencourt

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lunes, 4 de enero de 2010

El éxito de la DGT

Entre las políticas que parecen caminar por la buena senda se encuentran, sin duda, las aplicadas en los últimos años por la Dirección General de Tráfico. Rompiendo una inercia irresponsable, la de acostumbrarnos resignadamente a cifras disparatadas de accidentados en las carreteras, como si de algo natural se tratara, hemos pasado a una disminución más que significativa de fallecidos y heridos en nuestras carreteras.

El Gobierno de Zapatero ha acertado plenamente en este asunto, y hay que reconocérselo.

A ello ha contribuido una inteligente combinación de campañas informativas con medidas punitivas. Entre estas últimas, las más relevantes la implantación del carné por puntos –y, por tanto, la posibilidad de que los infractores graves o reincidentes se queden sin poder conducir legalmente- y la modificación del Código Penal que incrementa las penas para los asesinos del asfalto, en mi opinión de modo insuficiente, aunque con el valor de cambiar el anterior panorama en que los atropellos mortales por exceso de velocidad o de sangre en el alcohol, más que alcohol en la sangre, se saldaban con la total impunidad de sus responsables.

Considero que es preciso seguir por esa línea, porque es absolutamente intolerable la manera en que aceptábamos las elevadas cifras de accidentes, con consecuencias terribles para sus víctimas directas y sus familiares, así como elevados costos para las arcas públicas en forma de asistencia sanitaria y pensiones. Resulta curioso comprobar la cantidad de gente que tiene pánico a volar en avión y, sin embargo, se encuentra tranquila en las mucho más peligrosas calles.

En ese sentido, es preciso continuar con las campañas divulgativas, por muy duras que parezcan algunas de ellas, con el castigo ejemplar a quienes convierten el automóvil en una de las más peligrosas armas y, por supuesto, con la mejora del estado de las carreteras y de los niveles de seguridad de los vehículos.

Y para cerrar el círculo es imprescindible que gane peso el transporte público frente al privado, reduciendo los actuales e intolerables niveles de derroche en combustibles fósiles y la consiguiente contaminación, más en un territorio limitado como el canario.

Ganando espacio en las ciudades para los peatones, haciendo unas urbes más amables y en función de las personas, no de las máquinas de cuatro ruedas. Rebajando la actual dependencia, casi patológica, hacia el automóvil.

Les aseguro por experiencia que se puede vivir perfectamente sin él. Y, además, el transporte público (que es cierto que tiene mucho que mejorar en nuestras Islas, aprendiendo de las experiencias europeas de movilidad sostenible, combinando guaguas, taxis y trenes) posibilita disfrutar del paisaje y del paisanaje, y hasta permite leer el periódico o un libro.


Enrique Bethencourt

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