domingo, 1 de enero de 2006

Inmigración y Canarias: alarmismo y realidad

En la obligada espera del semáforo, el taxista, latinoamericano, mira al coche de al lado, ocupado por dos hombres y una mujer de piel negra, y me dice buscando complicidad: “Mírelos, vienen en patera y terminan con automóvil propio”. Con toda probabilidad, los ocupantes del cercano vehículo llegaron a Canarias en avión, igual que el parlanchín taxista, que parece considerarse con más derechos que otros exilados económicos o políticos, que hasta en los inmigrantes debe haber clases en función de criterios étnicos, nacionales o lingüísticos.

Le doy mi opinión sobre el fenómeno migratorio, y opta por no hablarme el resto del trayecto. Me sucedió la pasada semana en Las Palmas de Gran Canaria, cuando ha disminuido la llegada de cayucos, tras un año, el 2006, de record, con numerosas muertes conocidas en nuestras costas o en las del cercano continente africano y con muchas más en cualquier lugar del océano. Con repetidos dramas humanos y la presencia de algunos bellos gestos humanitarios por parte de la ciudadanía, que no todo es insolidaridad y miedo al otro. Nunca Canarias había estado en tantas ocasiones en primer plano informativo. Lo que han venido transmitiendo los medios parece traducirse en una invasión en toda regla, casi se diría que planificada. Y ello se interioriza por parte de una población que empieza a pensar cómo va a ser posible la vida cotidiana con tantos miles de recién llegados, encima hambrientos y sin trabajo.

Ante ello, surgen propuestas efectistas. Como la implicación de la Armada, apoyada por el Parlamento canario. Una Armada que haría lo que hacen el buque hospital Esperanza del Mar o las dotaciones de Salvamento Marítimo: rescatar a los integrantes de las embarcaciones y llevarlos a tierra. Porque no creo que estén pensando en torpedear las débiles barcas o en imponer un bloqueo naval al Archipiélago.

Por cierto, la guinda en esta materia la puso el secretario de organización del PP canario, que advierte en un artículo periodístico que los náufragos deben ser rescatados sólo, lo han leído bien, sólo, si otras naciones están dispuestas a implicarse: “Acudir al rescate de todo el que está en apuros en el mar está muy bien, pero sólo cuando tienes la garantía de que los demás países van a cooperar, de lo contrario, lo que se consigue es hacer el ridículo y abusar de la solidaridad de los españoles", asegura. Como ven, una muy humanitaria invitación a que los marineros miren para otro lado cuando vean un cayuco en situación desesperada.

La realidad es muy distinta a esa presunta invasión. Los inmigrantes que han contribuido al crecimiento demográfico de las Islas, haciendo que algunas dupliquen su población en apenas quince años, y a su crecimiento económico, entraron por nuestros puertos y aeropuertos, proceden de otras comunidades autónomas, de Europa, de América Latina y, en menor medida, de África, y vinieron llamados por nuestro poco sostenible desarrollo económico, que los necesitaba imperiosamente para la construcción o los servicios.

Para corregirlo, para orientar el modelo hacia la sostenibilidad, el Parlamento aprobó en 2003 las leyes de directrices, que el actual Gobierno ha congelado, al tiempo que, hipócritamente, CC anuncia que utilizará la inmigración y la demografía como armas electorales. El mismo Gobierno, por cierto, que desarticuló todo lo avanzado en materia de inmigración en la pasada legislatura. Ahora, nuevamente juntos, PP y CC evitaron que el Parlamento aprobara una resolución contra la xenofobia y el racismo, que sólo contó con los votos de PSOE, Nueva Canarias y PIL; mientras tanto CC y PP expresaron su coincidencia con los objetivos de la manifestación celebrada en noviembre en Tenerife, nacida desde la demagogia y trufada de xenofobia.

Además, volviendo a la otra inmigración, la inmensa mayoría de los ciudadanos y ciudadanas de Canarias no llega a ver, salvo por la tele, a los invasores de los cayucos, que son inmediatamente trasladados a centros de internamiento, para posteriormente ser devueltos a sus países de origen o distribuidos por otras comunidades. Esa es otra, algunas se resisten a la medida como si el problema no fuera con ellos.

Igual los canarios somos culpables de ser frontera sur de España y de Europa y tendremos que plantear que, como en los viejos mapas, nos ubiquen en el Mediterráneo y lo más cerca posible del continente europeo. O desear fervientemente que cambien los sistemas de entrada: por ejemplo, que los inmigrantes burlen el espacio aéreo español y comiencen a tirarse en paracaídas en cualquier provincia del interior peninsular. Y a quien le toque, le toca.

Seamos rigurosos. No hagamos demagogia, como hace el PP con el presunto efecto llamada de nuestra legislación, como si los pobres de la Tierra estuvieran todo el día enchufados al BOE; y sin preguntarse, por ejemplo, cuál es el efecto llamada de la legislación de EEUU que hace que cientos de miles de latinoamericanos traten de traspasar sus fronteras cada año. O Coalición, al mezclar inmigración irregular, cayucos, problemas de los sistemas públicos y dificultades en el acceso de los jóvenes al empleo, en un cóctel que sólo puede terminar teniendo un sabor terriblemente xenófobo. Y, asimismo, que nadie diga que tiene fórmulas mágicas para solucionar el problema, porque está engañando y engañándose.

El fenómeno es complejo. Y la responsabilidad atañe a todos, siendo clave que la Unión Europea entienda su relevancia, cosa que parece costarle, para que actúe consecuentemente. No sólo en la respuesta inmediata a la inmigración irregular, sino sobre todo siendo capaz de intervenir con perspectiva, implicándose activamente en el desarrollo de los países africanos, única forma de fijar la gente al territorio, de generar ilusión donde hoy hay sólo desesperación. La misma desesperación que posibilita que se gasten todos sus ahorros y se suban en inseguras embarcaciones para iniciar un periplo cada día más peligroso, por la lejanía del destino soñado y el trayecto en pleno Atlántico, en busca del paraíso; y que para centenares de ellos significa perder la vida en el mar.

La misma desesperación que, por elementales razones éticas, de ninguna manera admite de nuestra parte discursos facilones, oportunismos electoralistas ni miserables propuestas políticas como las que se escuchan con demasiada frecuencia. Mucho más peligrosas, por proceder de líderes de opinión políticos o mediáticos, que el sesgado discurso del taxista.

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